Tras una semana de negociaciones, la diplomacia aún tiene su oportunidad. Las conversaciones entre Anthony Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, y Serguéi Lavrov, eterno ministro de Exteriores ruso, han abierto una vía de intercambio epistolar sobre las ideas para el futuro de la arquitectura de seguridad en Europa Oriental.
En un momento de tensión creciente, el intercambio es buena noticia porque permite conocer los objetivos, los medios y las garantías que exigen las partes. Las conversaciones de Ginebra representan el escenario de desglobalización y reordenación de las estructuras de poder internacional.
Cada actor tiene unas cartas y quiere jugar a ganador. Porque el conflicto ya existe. Desde 2014, se han registrado 14 000 muertos en combate entre Crimea y Donbass. Veamos cuáles son los argumentos y los puntos de partida en una semana decisiva.
Rusia promueve un nuevo orden de seguridad internacional en el que recupere el peso y la legitimidad perdida tras el final de la Guerra Fría. La expansión oriental de la OTAN se considera una ruptura del espíritu de 1997, cuando se renegocian las relaciones entre Moscú y la OTAN, y un desafío a sus intereses.
Un sentimiento de injusticia histórica
Las sanciones económicas que ya han aprobado Estados Unidos o la Unión Europea alimentan este sentimiento de injusticia histórica. El control sobre la evolución política de Bielorrusia, Georgia o Ucrania actúa como barrera geográfica de seguridad e impide el despliegue de armamento o ayudas a la democratización. Esta es la segunda obsesión: los vecinos no pueden desarrollar un régimen político democrático que sea estable e independiente (infraestructura de gas, salida al mar Negro, conexión con la Ruta de la Seda china).
En el plano interno, el elemento diferencial es la política de la nostalgia. Existe una comunidad rusófila en estos países que hablan ruso, se informan por RT o Sputnik y ven con agrado este reordenamiento.
Dichos apoyos sirven para la construcción del argumentario ruso: no es injerencia, sino ayuda a quienes quieren recuperar el legado exsoviético. Su posición de partida es maximalista, incluyendo la retirada de la OTAN de Bulgaria o Rumania, y el manejo sin condiciones de los intereses en la región.
Estados Unidos no tiene interés en liderar un conflicto armado. La presidencia Biden-Harris no puede permitirse otro error del calado de Afganistán. La posición negociadora es minimalista. Podría considerar algunas concesiones a Rusia con el temor a que dicha flexibilidad fuera la puerta de entrada a más y más reclamaciones.
Aún no está sobre la mesa la renegociación del Intermediate-Range Nuclear Forces, cuyo final abrupto no ha resultado beneficioso para las partes. ¿Será esta parte de la propuesta? Entretanto, se impulsa la disuasión en tres niveles. Ya ha autorizado el envío de armamento desde los países Bálticos en el marco de la OTAN y se observa un primer despliegue naval en el mar Negro y el Mediterráneo.
Conversaciones, no negociaciones
En el segundo nivel, crecen las sanciones económicas, cuya efectividad es discutible, pero visibiliza la persecución contra las elites extractivas. En suma, Blinken ha anunciado “conversaciones, no negociaciones” que se quieren llevar a la mesa del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
En último lugar, la reforma de la OTAN es una cuestión pendiente. Jens Stoltenberg, actual secretario general, insiste en estar preparado y utiliza una retórica bélica. Stoltenberg, de salida de su actual posición, no parece representar los intereses de todos los aliados y son significativos los silencios de Alemania, Francia o Turquía.
La posición de las instituciones europeas es relevante. Hay miedo a que el conflicto estalle y se repita el desastre humanitario de los Balcanes, referencia repetida en las últimas semanas en Bruselas. Sin una voz fuerte y sin capacidades, la Unión Europea está en el segundo plano.
Sobre todo, porque los Estados miembros prefieren desarrollar sus propias políticas. Alemania titubea, bien porque el nuevo gobierno aún debe definir prioridades y políticas, bien por la extraordinaria dependencia energética de origen ruso. Polonia aboga por despertar del sueño y entender que Rusia persigue la desestabilización de la UE. Su reciente experiencia en la frontera con Bielorrusia alimenta a los halcones de Varsovia.
Fuera de la UE, el Reino Unido habla con soltura de un “golpe de estado” que acabará con la legitimidad de las instituciones ucranianas, envía armamento y ofrece formación a las tropas. Francia, en proceso electoral, navega entre el aislacionismo de los candidatos de la extrema derecha y los anhelos de grandeza del actual presidente.
Ucrania, el cuento triste
Bajo el liderazgo jupiterino de Macron, la autonomía estratégica pasa por reducir dependencias con la OTAN e impulsar una política de la defensa propia. España apuesta por la disuasión, en sintonía con Estados Unidos, y promueve una visión atlantista del conflicto.
¿Y Ucrania? Es el cuento triste de esta historia. El país parece sumido en una posición de debilidad interna y externa, sin capacidad para hacer valer su voz. Es la gran ignorada en parte por la debilidad interna del presidente Zelensky, en parte por la falta de medios propios para articular una defensa. Los últimos tuits de Zelensky dan por segura la “invasión rusa” y muestran su enorme malestar con las negociaciones sin su presencia.
En un momento desglobalizador, el poder internacional es un bien escaso. Por eso, cualquier detalle puede marcar la diferencia entre la paz y la guerra. Es aún tiempo para la diplomacia y las instituciones, para no vernos abocados a un desastre humanitario.
Juan Luis Manfredi, Prince of Asturias Distinguished Professor @Georgetown, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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