Mar. Dic 24th, 2024
Paul Palmqvist Barrena, Universidad de Málaga

Durante las últimas semanas asistimos a la escalada de la masacre perpetrada sobre Ucrania. El catálogo de crímenes imputables al presidente de la Federación Rusa no parece tener límite. Desde bombardeos indiscriminados sobre edificios de viviendas, escuelas y recintos hospitalarios –el caso de la maternidad de Mariúpol– con los que busca quebrar la resistencia de la población civil, a misiles que impactan con precisión quirúrgica sobre enclaves que resguardan a una multitud de inocentes, como el teatro de esa ciudad, en cuyo césped estaba escrita en ruso la palabra “niños”, o un centro comercial en Kiev.

A ello se suma la amenaza reiterada por Putin de apretar el botón nuclear, con la que ha logrado que las potencias occidentales se inhiban de intervenir directamente en el conflicto, dejando al pueblo ucraniano abandonado a su suerte. Las dimensiones de la tragedia nos llevan a preguntarnos por las causas de su comportamiento. ¿Padece una enfermedad terminal? ¿Son los delirios imperiales de un psicópata investido de poder, agravados por el confinamiento durante la pandemia?

Incluso cabría plantearnos si hay algo más profundo y sórdido detrás de este genocidio, algo inherente a los genes que determinan nuestra naturaleza y que afloró al sedentarizarse las poblaciones humanas.

Poblaciones nómadas y sedentarias, el origen de la guerra

Durante la mayor parte de la historia evolutiva, nuestra subsistencia se basó en cazar animales salvajes y recolectar vegetales silvestres. Eso nos hizo vivir como nómadas que cambiaban de emplazamiento al agotar los recursos del entorno. Las sociedades que persisten así son bastante igualitarias, pues mudar los campamentos una vez tras otra dificulta acumular riquezas e impide la estratificación social.

Hace algo más de 10 000 años, tras el último máximo glaciar, aparecieron la agricultura y la ganadería durante la “revolución neolítica”. Este cambio dio paso a un desarrollo dispar de las sociedades. Donde no tuvo lugar la transformación persistieron los clanes de cazadores-recolectores, con útiles de piedra. En los lugares donde se produjo tardíamente, se encuentran sociedades agrícolas no alfabetizadas. Y en las escasas zonas donde la transición fue más temprana, como el “creciente fértil” del levante mediterráneo, se desarrollaron sociedades industriales alfabetizadas con útiles de metal.

La producción de alimentos impone una vida sedentaria. Hay que trabajar y vigilar huertos y campos labrados, recoger las cosechas y almacenar los excedentes. Además, las madres nómadas transportan a sus hijos cuatro años, lo que limita el intervalo entre nacimientos. En cambio, la sedentarización permitió reducir el intervalo a dos años, produciendo un crecimiento demográfico exponencial.

A este aumento de población contribuyó que la fracción aprovechable de la biomasa producida por hectárea cultivada o dedicada a la ganadería es de un 90 %, mientras que en la caza y recolección se reduce a un 0,1 %. Por ello, la densidad de población de los agricultores y ganaderos es entre 10 y 100 veces mayor que la de los cazadores-recolectores. Esto confirió una primera ventaja militar a las sociedades productoras de alimentos.

Además, los excedentes almacenados permitieron mantener gremios especializados, como artesanos y comerciantes, soldados profesionales, sacerdotes o escribas, potenciando la evolución cultural y tecnológica. Aquello abrió la puerta a que una élite política y religiosa se hiciese con el control de los alimentos, fijase impuestos y afirmase su derecho a regir la sociedad.

Una historia llena de conflictos

La historia humana está plagada de conflictos entre ricos y desposeídos, entre pueblos con y sin la capacidad de cultivar. O que, sencillamente, adquirieron esa capacidad en distintos momentos.

La producción de alimentos no se desarrolló en territorios inhóspitos como el Ártico, exceptuando la ganadería del reno en Eurasia, o en los desiertos sin agua para el regadío. Ahora bien, se da la paradoja de que en ciertas regiones ecológicamente aptas, como La Pampa o California, la agricultura no se adquirió en época prehistórica, mientras que algunos centros de origen son hoy zonas secas y degradadas ambientalmente.

En ciertos lugares la domesticación de plantas y animales se consiguió independientemente y en diferentes momentos del tiempo, pero en la mayoría se importó desde regiones vecinas. Los cazadores-recolectores de las zonas próximas aprendieron estas técnicas o fueron sustituidos por los productores de alimento, gracias a su ventaja numérica y tecnológica. En otras regiones, geográficamente aisladas, continuaron con la caza y la recolección hasta que el mundo moderno acabó con ellos.

¿Por qué se desarrolló la agricultura en la franja occidental de Eurasia antes que en otros continentes? Como indicó Jared Diamond en su libro Armas, gérmenes y acero, de las 56 especies de gramíneas silvestres con semillas lo suficientemente grandes para ser explotadas por los recolectores, un 59 % se encontraban en la región mediterránea.

Esta razón explica también por qué se domesticaron más especies de grandes mamíferos en Eurasia que en África y el Nuevo Mundo. Así, hay pocas especies domesticables en función de su comportamiento y muchos intentos fracasaron debido al carácter agresivo de los animales, como atestiguan los jeroglíficos y relieves egipcios. La mayor proporción de especies candidatas a la domesticación se encontraba en Eurasia (72 de 148) y por ello fue mayor el porcentaje de éxitos (un 18 %). Además, en este continente la variación geográfica es principalmente longitudinal, facilitando que especies domesticadas en una región se “exporten” a otras situadas a latitud similar. En cambio, en América la geografía se orienta latitudinalmente, imposibilitando la aclimatación de las especies (para llegar a Norteamérica desde los Andes, la llama habría debido sobrevivir en las selvas tropicales de Centroamérica).

Algunos de los escasos morioris supervivientes al genocidio por los maoríes, fotografiados a finales del siglo XIX. Obsérvese que visten una mezcla de prendas tradicionales y europeas, producto de su aclimatación cultural. Wikimedia Commons

El genocidio de los moriori

Un ejemplo de cómo la colisión entre nómadas y agricultores-ganaderos puede tener consecuencias bélicas lo tenemos en el genocidio del pueblo moriori por parte de los maoríes.

Nueva Zelanda fue el último lugar colonizado por la humanidad. Los ancestros polinesios de los maoríes llegaron a estas islas en torno al año 1000 de nuestra era. Encontraron un mundo dominado por la avifauna, pues los mamíferos (con excepción de los murciélagos) no habían colonizado el archipiélago y las aves ocupaban su lugar. Las moas, especies no voladoras de gran porte y análogas ecológicas de los mamíferos herbívoros del continente, reinaban en estas islas, junto a un águila gigante que depredaba sobre ellas. Todas fueron cazadas hasta su extinción en pocas generaciones, lo que desmonta el mito de Rousseau sobre el “buen salvaje” en equilibrio con su entorno ecológico y garante de su conservación.

Animados por su afán exploratorio, un grupo de maoríes se adentró en el siglo XV con sus canoas en el océano. Aprovechando los vientos predominantes en el Pacífico Sur, alcanzaron un pequeño archipiélago situado a 800 km al sureste, las islas Chatham. El nuevo entorno, más frío e inhóspito que su territorio de origen, les impidió practicar sus cultivos, retornando a una vida de cazadores-recolectores y explotando los recursos marinos de estas islas (peces, focas y aves nidificantes).

Su precaria población, unas 2 000 personas, les llevó a adoptar una cultura pacifista. Prohibieron la guerra y el canibalismo, solucionando las disputas mediante luchas rituales y reconciliación.

Los británicos descubrieron las islas en 1790, bautizándolas con el nombre del buque en el que arribaron, y las convirtieron en un centro ballenero, importando enfermedades que diezmaron a la población local. En noviembre de 1835 llegó a las Chatham un bergantín con quinientos maoríes de la región neozelandesa de Taranaki, armados con pistolas, bastones de lucha y tomahawks, seguido por otro viaje con cuatrocientos más. Tras desembarcar, informaron a los morioris de su decisión de tomar posesión de su tierra y esclavizarlos.

Pese a que eran más numerosos y podrían haberles hecho frente, los clanes moriori celebraron un consejo de ancianos y decidieron mantener su ley de no violencia por imperativo moral, recomendando buscar acuerdos con los invasores. En los días siguientes, los maoríes masacraron indiscriminadamente a la población local, matándolos a centenares y comiéndoselos después. Los escasos supervivientes fueron esclavizados y en 1862 apenas quedaba un centenar de ellos.

En palabras de un líder maorí: “Tomamos posesión del territorio y de sus gentes, ninguno escapó; a los que huyeron los matamos y al resto también, pero… ¿qué importancia tiene? Obramos de acuerdo con nuestras costumbres”.

Desgraciadamente, los últimos acontecimientos en Ucrania nos muestran que estas palabras las podría suscribir el líder del Kremlin.

Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

Foto de portada: Civiles y soldados ucranianos se refugian bajo un puente en Kiev el 5 de marzo de 2022. Wikimedia Commons / mvs.gov.uaCC BY-SA


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