Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (1878-1953), más conocido como Stalin, fue el líder que ocupó el poder de la Unión Soviética durante un mayor número de años, los casi treinta que van desde 1924 a 1953.
Idolatrado en vida hasta extremos inauditos, tras su muerte se inició un período relativamente breve, de un poco más de una década (1953-1964), en que su legado fue criticado por su sucesor, Nikita Jruschov. Este cuestionó, sobre todo, dos aspectos de la política estalinista: el culto al líder y las purgas contra diversos sectores de la población soviética. Tales críticas volvieron a formularse en tiempos de Mijaíl Gorbachov, artífice de la Perestroika y último presidente de la URSS.
En tiempos de Borís Yeltsin (1992-1999), los historiadores pudieron acceder a más archivos, y el discurso predominante fue la crítica al período estalinista. En la actualidad, un 51 % de la ciudadanía rusa valora favorablemente a Stalin.
Sea como sea, Stalin ha marcado profundamente el devenir de la Unión Soviética e incluso, hoy en día, de Rusia. Ahora bien, ¿cómo pudo sostenerse el régimen estalinista? ¿Cómo podemos entender el fenómeno? ¿Qué ha quedado hoy en día de ese régimen?
Una personalidad compleja
En muchas ocasiones los estudios sobre Stalin y su régimen se han centrado en su carácter monstruoso, que le llevó a ejercer el poder de manera despótica y sin escrúpulos de ningún tipo. Sin embargo, en las últimas décadas, buena parte de los especialistas tienden a rechazar esa teoría, sobre todo por lo que tiene de doblemente reduccionista.
En primer lugar, porque deshumanizar a Stalin, presentarlo como un monstruo, es describirlo como un ser que en modo alguno puede compararse con nosotros, de tal forma que nunca podríamos llegar a reconocer a un hipotético “sucesor” de Stalin. En segundo término, porque un régimen político no se sostiene sin unos determinados apoyos, mal que nos pese.
No podemos responsabilizar sólo a Stalin de lo que sucedió en la URSS durante los años de su mandato, si bien es evidente que él lideró y consolidó ese régimen.
Stalin fue una persona forjada en el resentimiento múltiple, fruto de su experiencia vital: palizas en la niñez, el régimen punitivo de sus años como seminarista, el desprecio recibido como joven activista bolchevique, la subestimación de su capacidad durante la Revolución rusa y el ataque a su reputación desde la década de 1920.
Marxista poco cultivado, en él ejercieron gran influencia el nacionalismo ruso y la Iglesia Ortodoxa. Llaman la atención sus referencias a conceptos como pecado, vicio o espíritu, si bien su ateísmo lo acerca más a pensadores como Nicolás Maquiavelo (cuyo ejemplar de El príncipe leyó a menudo) o Friedrich Nietzsche. Para Stalin, la bondad no era un parámetro moral, pero sí lo era la eficacia.
Su modelo en la gestión del poder lo hallaríamos, más que en Karl Marx, en la figura del zar Iván el Terrible. Durante muchos años nadie pareció tomarse en serio al georgiano que hablaba con dificultad el ruso y, cuando finalmente tomó el poder, lo ejerció con inteligencia analítica, no exenta de elementos irracionales (como demuestra su obsesión por las conspiraciones y los rumores).
Salvaguardar un régimen
Se tiene la idea de que, cuando Stalin llegó al poder, la URSS era un país atrasado y analfabeto y, cuando murió, se había convertido en la segunda potencia mundial, además de haber vencido al nazismo en la la Segunda Guerra Mundial (la “Gran Guerra Patria” en terminología soviética). Estos hechos explican por qué, incluso hoy en día, muchos rusos valoran mejor a Stalin que a Gorbachov.
El precio a pagar (industrialización forzosa, represión, falta de los mínimos bienes de consumo, el gulag) fue altísimo. Pero para Stalin, como buen maquiavélico, el fin (la revolución) justificaba los medios (el terror y la represión). El temor a la oposición fue cierto y fundamentado, puesto que sus políticas causaron un amplio rechazo, especialmente entre los pequeños propietarios rurales (kulaks) y también entre los considerados como “enemigos del pueblo”.
Stalin casi nunca se sintió seguro en el ejercicio de su cargo, y su política fue fruto del afán de poder, pero también del espíritu de supervivencia. Dirigía un estado poderoso pero que se sentía internamente débil, lo que hace pensar que en muchas decisiones el miedo jugó un papel importante. Sin embargo, reforzó las estructuras de la Unión Soviética e impidió su desmoronamiento.
Como consecuencia, Stalin ejerció sin ningún atisbo de remordimiento la represión, herencia de la tradición bolchevique iniciada por Lenin. Además, su obsesión por el control de las fronteras (Alemania y Japón) le llevaron, con el paso de los años, a ver conspiraciones por todas partes, ya fueran reales o irreales (como el llamado “complot de los médicos”).
Herencias complejas
El estalinismo arraigó por la propia tradición rusa del poder fuerte, cuya herencia se mantiene hoy en día. Frente a un proyecto de un socialismo con rasgos democráticos, Stalin adoptó el despotismo asiático.
Cabe considerar también la propia psicología del estalinismo, basada en el legado de la prohibición, el culto al “gran padre” y la sustitución del Dios cristiano por el dios pagano (Stalin).
Stalin se consolidó en un contexto marcado por la moral de la fe ciega en los dirigentes (“Quizás todo esto sea necesario por razones que no conozco y no entiendo”). Esa concentración de poder en una sola persona se refleja bien en la reflexión narrada por Nikolái Bulganin, ministro de defensa en tiempos de Jruschov: “Sucede a veces que uno va a casa de Stalin como invitado y amigo y cuando está sentado delante de él, uno no sabe si dormirá en casa o en la cárcel”.
A esto debe sumarse el papel de la burocracia y la propaganda, que llevaron a cabo una tarea imprescindible para exaltar las virtudes del líder
En 1990, en plena Perestroika, se editó en la URSS un libro en el que se recogían diversas opiniones sobre Stalin. Resulta especialmente interesante la aportación de A. Wainstein, premio del Consejo de Ministros de la URSS, que afirmó:
“Nosotros mismos en parte somos Stalin. Casi en cada uno de nosotros hasta el día de hoy tenemos un pequeño José Stalin que nos impide erguirnos a nosotros y a nuestro país. Los terribles postulados de la psicología estalinista están empapados en el miedo y la sangre de millones, penetraron en la subconsciencia, se han adentrado casi genéticamente. Librarse totalmente de Stalin significa hacerse nuevo”.
En definitiva, muchos habitantes de la URSS hicieron suya, voluntaria o involuntariamente, la reflexión de su compatriota Fiódor Dostoyevski:
“El hombre es un ser que se acostumbra a todo”.
Xavier Baró Queralt, Profesor Adjunto. Doctor en Historia, Universitat Internacional de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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