El Parlamento Europeo acogió el 14 de septiembre el debate sobre el estado de la Unión. Como ha señalado la presidenta de la Comisión Europea, es el primero que se celebra mientras la guerra asola el territorio europeo. Una guerra de agresión que Rusia inició en febrero contra Ucrania, pero también contra el modelo de democracia que representa la Unión Europea.
El detalle no es menor. De hecho, solo si se considera esta perspectiva se entiende la importancia que tiene para la seguridad de los europeos adoptar las medidas que sean pertinentes para impedir que la Rusia de Vladimir Putin venza en esta contienda.
Que ello ocurra no depende exclusivamente de la exitosa tarea de Ucrania y sus ciudadanos a la hora de defender su soberanía territorial y política como Estado independiente. La ayuda económica y militar que ofrece la Unión Europea es decisiva y la convierte en un actor beligerante al tomar parte activa en un conflicto que interpela directamente a los europeos, pero también al resto del mundo.
En palabras de Úrsula von der Leyen: “La guerra de Ucrania es la guerra de la autocracia contra la democracia”. Por eso resulta tan relevante la unidad de los países europeos y su solidaridad con los ucranianos, pero también resulta igualmente importante prestar atención a cómo percibe la ciudadanía unos hechos cuyas consecuencias ya impactan negativamente en su bienestar a través del incremento de los precios.
La reacción ante elementos externos
Y es que los sistemas democráticos no solo reaccionan frente a sus propias imperfecciones, también lo hacen frente a elementos externos si amenazan peligrosamente su equilibro. Tal circunstancia puede ser una pandemia, una crisis económica, la desigualdad o algunos liderazgos tóxicos, pero también puede constituir una amenaza la gestión de una guerra de agresión en nuestro continente.
Para hacer frente con éxito a este desafío conviene identificar la pluralidad de formas que adopta la reacción de los sistemas democráticos ante dichas amenazas, algunas más obvias que otras.
Así, en ocasiones la reacción se presentará como desafección ciudadana, en otras como populismo, quizás aparezca como polarización parlamentaria que imposibilita la gobernabilidad o incluso en forma de expresiones de deslegitimación del orden vigente.
La realidad europea o nacional ofrece múltiples evidencias que respaldan este análisis y que, como parece obvio, pueden estar incentivadas por regímenes disruptivos. Todo ello debe alertarnos particularmente si tal situación conduce a que las democracias pierdan atractivo para amplias capas de la población y, más aún, si una mayoría de ciudadanos acaba prefiriendo confiar en fórmulas políticas de corte iliberal.
En este contexto, cabe preguntarse cómo revertir una situación inquietante partiendo siempre del hecho indiscutible de que las democracias liberales siguen siendo el mejor de los sistemas posibles.
El nuevo imperativo democrático
La fórmula para combatir acertadamente el voto del resentimiento, la desesperanza o el miedo no pasa, a nuestro entender, por competir con discursos que desafían los cánones democráticos del sistema mediante respuestas simples a problemas complejos. Tampoco pasa por blanquear a quienes practican esta manera de entender la política. El reto es otro. Hay que encontrar la fórmula y el canal adecuados para hacer comprender al ciudadano la compleja solución que demandan los problemas de nuestro tiempo, así como el funcionamiento de los mecanismos del sistema vigente enraizado en estructuras europeas de gobierno multinivel menos perceptibles para el elector.
Este ejercicio de aproximación a la complejidad es un nuevo imperativo democrático encaminado a fomentar una conciencia ciudadana madura que actúe como protección frente a todo tipo de amenaza iliberal. Todo ello sin renunciar, claro está, al instrumento de la solidaridad como pegamento para la cohesión social y mecanismo capaz de corregir las profundas brechas de desigualdad que erosionan las democracias hasta comprometer su viabilidad.
La guerra como laboratorio
Por todo lo expuesto, la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania constituye, en realidad, un laboratorio donde testar la solidez de la idea misma de democracia liberal representada en estos momentos en la Unión Europea. Un proyecto político que constituye un ecosistema de seguridad jurídica, personal y territorial para sus ciudadanos donde se favorece el crecimiento económico y el bienestar social.
Los fundamentos de esta comunidad de derecho están, como ya es sabido, en Estados que adquieren su condición de miembros por ser también democracias consolidadas. De ahí la necesidad de garantizar que la calidad democrática de los Estados se mantenga en el tiempo. Una circunstancia que hoy preocupa, y mucho, en la Unión Europea.
El incremento de partidos políticos de corte populista que alcanzan representación parlamentaria en los distintos Estados miembros y aquellos otros que se alzan con gobiernos e imponen su agenda representan un síntoma poco esperanzador sobre la salud de nuestras democracias y, lo que es todavía más alarmante, atenta contra las señas de identidad de la misma Unión Europea. Una Unión para la que la democracia, conviene no olvidarlo, no es una opción, sino un imperativo para su propia supervivencia.
Mariola Urrea Corres, Profesora Titular de Derecho Internacional y de la Unión Europea, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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