Hay muchas voces que sostienen que conducir a Vladimir Putin y sus asociados ante un Tribunal Penal Internacional constituye una quimera. Argumentan que la Realpolitik y el hecho de ser Rusia una potencia nuclear le hace inmune a sanciones impuestas por parte de cualquier corte penal del mundo.
Si los dos padres del Derecho Penal internacional, Raphael Lemkin y Murray Bernays, hubieran bajado los brazos ante la casi unánime crítica que recibieron sus tesis en su día, hoy estaríamos lejos de tener el sistema penal internacional que ostentamos.
Hemos de insistir, por tanto, en que sí cabe responsabilizar penalmente a Putin y estas son cinco claves para entender el motivo:
1. Un crimen contra la paz
Los horrores que hemos visto en las últimas semanas perpetrados por las fuerzas armadas rusas en Ucrania, como las matanzas de civiles en Bucha, el asedio a la ciudad de Kiev, los bombardeos a Mariúpol, entre tantas otras atrocidades, indudablemente podrían constituir crímenes de guerra.
Pero más allá de su condición de actos contrarios a las Convenciones de Ginebra, se trata de algo más serio. Constituyen actos criminales de guerra que se incluyen en la más grave de las figuras típicas del derecho penal internacional: el crimen de agresión o la guerra de agresión o, como se formulara originalmente en Núremberg, el crimen contra la paz.
No estamos ante una guerra, estamos ante un crimen atroz del derecho penal internacional –el peor de todos ellos–. Luego las actuaciones desplegadas por el ejército de la Federación Rusa en el territorio de Ucrania y contra sus ciudadanos no derivan de un conflicto bélico (ni siquiera en apariencia). Carecen, desde el primer momento, de cualquier atisbo de legitimidad o justificación, ni jurídica ni mucho menos ética.
2. Una acción que atenta contra el marco de seguridad internacional de la Humanidad
El delito de agresión o crimen contra la paz, en su formulación original en el artículo 6 del Estatuto del Tribunal de Núremberg, se articula sobre dos extremos, diseñados por Murray Bernays:
La conspiracy: coautoría sui generis que se configura sobre un acuerdo criminal consistente en lanzar una guerra ilegal contra otro Estado.
La membership: la responsabilidad individual por ejecutar un rol dentro de una organización o institución orientada a la ejecución del plan criminal.
Así, para ser autores del delito, el artículo 8 bis del Estatuto de la Corte Penal Internacional requiere que celebren el pacto o acuerdo criminal, por lo que sólo podrán serlo aquellos individuos que cuenten con la suficiente capacidad (fáctica y jurídica) como para preparar, iniciar o realizar los actos de agresión.
Tal es la razón por la que, más que en los actos delictivos individuales, su interés penal reside tanto en su potencialidad de desestabilizar dicho orden jurídico internacional, como en desestabilizar el marco de seguridad internacional de la humanidad (desplazando la imputación de un concurso real de homicidios, asesinatos, lesiones, delitos sexuales, etc.).
3. La responsabilidad de toda la Federación Rusa y sus aliados
No solo Vladimir Putin, sino todo jerarca de la Federación Rusa y de su aliada Bielorrusia, en la medida en que controlen o dirijan parcialmente la acción política o militar del estado, que no hayan renunciado o se hayan opuesto a intervenir en el conflicto armado, han intervenido en la celebración de ese pacto o acuerdo criminal.
Este pacto no requiere de un acuerdo expreso, sino que se verifica mediante el reajuste de las instituciones políticas y militares del estado orientándolas a la preparación, inicio o realización de los actos de agresión.
Se produce una verdadera reconfiguración del campo estructurado de la interacción sociopolítica dirigido a la consumación del delito internacional que es la guerra de agresión (por ejemplo, soldados, funcionarios públicos, periodistas de agencias públicas, etc.) en pos de la finalidad inicua (aunque siempre disfrazado ello de discurso pseudo legitimante, como puede ser la supuesta lucha contra elementos nazis).
4. Contra el veto de Rusia
No obstaculiza lo anterior el hecho de que Rusia no integre la Corte Penal Internacional ni se haya adherido a su estatuto. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas puede resolver la creación de un Tribunal ad hoc a estos efectos, o bien podría remitir el caso a la Corte Penal Internacional.
Se dirá que resulta cuanto menos quimérico tal planteamiento, dada la posibilidad de que Rusia interponga su veto. Sin embargo, existe importante doctrina que cuestiona la legitimidad de interponer un veto a una resolución relativa a delitos atroces por parte de cualquiera de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Su principal argumento en contra del empleo del veto en estos casos es que conlleva un coste en vidas humanas.
Hay que considerar, además, el pronunciamiento de la Corte Internacional de Justicia, del que cierta doctrina deduce que el poder de veto conferido por la Carta de la ONU debe usarse de una manera tal que resulte compatible con las normas del derecho común obligatorio (como las Convenciones de Ginebra, los Principios de Núremberg, etc), y en modo alguno socavando los deberes de todo miembro del Consejo de Seguridad de dar una respuesta adecuada ante cualquier violación grave de dichas normas y de la seguridad internacional.
5. La denuncia de los Estados
El derecho penal internacional no se estructura sobre tribunales internacionales, sino sobre los tribunales nacionales. Todo Estado, sea parte o no del Tratado de Roma, puede ostentar jurisdicción y competencia para perseguir y castigar estos delitos.
Tampoco podrían ampararse en fueros o amnistías generales o especiales, ya que para estos casos de responsabilidades por delitos atroces, tales institutos resultan inoponibles.
Nuestra labor, desde la Academia, no ha de ser la de agoreros de un supuesto status quo fáctico carente de ética, de justicia, sólo sustentable mediante la bestialidad de la fuerza. Debemos desvalorarlo y enmendarlo en pos de un deber ser que resulte (cada vez más) garante de la observancia y respeto de los derechos humanos.
Mario Martín Pereira Garmendia, Profesor Derecho Penal y de Seguridad Internacional, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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