“¿Cómo ha ido el día?”. “¿Qué tal el trabajo?”. “¿Sabes qué me ha pasado hoy?”. Preguntas así forman parte de nuestras interacciones cotidianas. Y todas son la antesala para contar una historia.
Cuando pensamos en historias es fácil que nos vengan a la cabeza las grandes historias. Historias periodísticas, literarias, audiovisuales, teatrales, gráficas, sonoras, etc.
Normalmente, este es el tipo de historias publicadas o divulgadas por alguna empresa en un formato definido y dirigidas a un público. Pero si hablamos del boom de las historias, de términos como nuevas narrativas o storytelling es por algo más que por las grandes historias.
Los recursos narrativos
Porque, al fin y al cabo, ¿qué es una historia?, ¿qué significa “contar una historia”? Proponemos algunas ideas que pueden resultar útiles. Algunos investigadores definen una historia como una “lógica explicativa de circunstancias” que nos ayuda a poner orden a los estímulos que nos rodean.
Para ello utilizamos recursos que conocemos bien, como un inicio, un desarrollo y un desenlace. A ello solemos añadir una figura protagonista (una persona, una idea…) y un proceso de transformación o cambio.
Estos “recursos narrativos” nos ayudan estructurar nuestra historia. Probablemente, utilizaríamos todos estos recursos y otros para responder a las preguntas con las que hemos iniciado este artículo.
A partir de esta sencilla definición, una narrativa puede entenderse como la organización de distintos elementos para construir una versión estable de una historia. Sin embargo, yendo un paso más allá, otros autores proponen ver las historias como un equilibrio entre dos necesidades. Una sería más formal y la otra más cultural.
Dar sentido y comunicar
Por un lado tenemos la necesidad de estructurar para dar sentido a nuestras experiencias. Por otro, la de utilizar una técnica en la que coexisten héroes, antagonistas, conflictos y conclusiones. Así, contar una historia no solo pone orden en los acontecimientos y emociones a transmitir, sino que nos proporciona patrones comunicativos.
Esta tensión otorga una importancia especial al acto de contar historias, sean grandes o pequeñas, “fijadas” en un formato o efímeras. A esto, de hecho, es a lo que se refería Walter Benjamin en su obra Die Erzähler (El narrador, en castellano).
En ese ensayo de 1936, Benjamin señalaba el origen del acto de contar historias en la tradición oral. A la vez, advertía del peligro de que las historias quedaran “atrapadas” en las narrativas formales popularizadas por la industria editorial o el cine, donde se separan claramente creación y consumo. Para Benjamin, esta separación descontextualiza el acto de contar historias y diluye su dimensión de práctica comunitaria, esto es, la experiencia compartida en la que las personas participantes pueden contribuir y aprender.
Situando el acto de narrar
No es sorprendente que estas palabras de hace casi un siglo resuenen profundamente en la actualidad. En las redes sociales asociamos las historias a nuestras experiencias, tanto cotidianas como extraordinarias. Esta mirada es la que ha informado, por ejemplo, el monográfico Storytelling, redes sociales e historias de vida, que hemos coordinado recientemente para la revista BiD.
Y esto nos obliga entender las historias de otra forma. Fundamentalmente, a observar no solo el contenido narrativo, sino también el propio acto de contar una historia. Esto significa atender al lugar, el momento, a los tiempos y a los soportes materiales que lo hacen posible. Y, además, observar el rol y las interrelaciones entre las personas participantes en ese acto narrativo.
Ampliar la mirada nos lleva, pues, a preguntarnos cómo y por qué se cuenta una historia en un momento determinado. Por eso, con el término storytelling ponemos el foco en el acto narrativo, que es situado. En este sentido, “la misma historia se puede explicar de maneras muy distintas según la ocasión, incluso por parte del mismo narrador”.
Historias fluidas
Cuestionar que las historias sean puntos de datos estables revela al menos tres cambios en su concepción. En primer lugar, rompe con la idea de que una historia tiene una autoría única, porque puede ser colectiva.
En segundo lugar, explica que las historias puedan desbordar un único medio o forma de expresión. Es decir, pueden tener formas híbridas, como las conocidas “narrativas transmedia”. Estas narrativas, cuando están bien resueltas, buscan acompañarnos a través de las diferentes caras de un mundo narrativo.
Y, finalmente, hace que las historias se hagan más fluidas y diversas. Y aquí entra un elemento clave: la importancia que adquieren otro tipo de historias más cotidianas, informales, abiertas, efímeras, aparentemente triviales.
Una breve historia de vida compartida, una anécdota que conecta unas personas con otras, una historia destinada a desaparecer al cabo de unas horas en Instagram, etc. son experiencias vitales expresadas en forma narrativa, lo que Georgakopoulou define como “pequeñas historias”. Historias que podrían surgir al responder a cualquiera de las preguntas que lanzábamos al inicio de este artículo.
A estas pequeñas historias se les les da cada vez más importancia también en el periodismo. Historias de personas anónimas que contienen mucha verdad y que nos pueden ayudar a entender las complejidades de un conflicto, más allá de los datos, gráficos y grandes historias. Porque son próximas, porque nos podemos identificar con ellas y porque generan empatía. Porque todas las historias importan.
Antoni Roig Telo, Profesor agregado de Comunicación audiovisual en la Universitat Oberta de Catalunya, UOC – Universitat Oberta de Catalunya y Gemma San Cornelio Esquerdo, Profesora de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación, UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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