Es cosa sabida que los seres humanos tenemos un encéfalo comparativamente más grande que el del resto de los mamíferos, incluidos los grandes simios –bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes–, que son nuestros parientes evolutivos más próximos. En parte por esa razón y en parte por su elevado nivel de actividad metabólica, nuestro encéfalo resulta ser un órgano caro. Consume del orden del 20% de la energía que gastamos en condiciones de mínima actividad física.
No solo gastamos más en tejido nervioso. En poblaciones en las que no se ejerce control artificial alguno sobre la reproducción, los seres humanos tienen más crías y las tienen de mayor tamaño que las de cualquiera de los demás homínidos. También vivimos más años, bastantes más de los que cabría esperar de un mamífero de unos 60 kg de masa; para vivir más hace falta dedicar más recursos energéticos al mantenimiento y reparación de los tejidos.
Nuestro sistema digestivo, gracias al consumo de alimentos de digestión más fácil –carne y productos cocinados, principalmente– se ha reducido mucho con relación al de nuestros ancestros, y gasta por ello mucha menos energía. Además, nos desplazamos de forma más eficiente que esos otros homínidos. Pero esos factores no tienen un efecto de la entidad suficiente como para compensar las consecuencias de poseer un encéfalo cuyo gasto se ha elevado tanto, así como de los costes asociados a un mayor esfuerzo reproductor y una vida más larga.
El metabolismo es el conjunto de procesos químicos que sustentan las actividades que desarrolla un ser vivo. Por tanto, el gasto metabólico total es el que resulta de agregar el correspondiente a cada una de esas actividades. Están, por un lado, aquellas cuya finalidad es el mantenimiento de los sistemas vitales; a estas corresponde un nivel de actividad metabólica que denominamos basal. Viene a ser el mínimo nivel metabólico necesario para mantenernos con vida.
Tenemos, por otro lado, las implicadas en la defensa frente a patógenos, las que lleva a cabo el sistema inmunitario; cuantas más enfermedades infecciosas se sufren, más energía hay que gastar para combatirlas. Otras sirven para hacer reparaciones. Están también el crecimiento y la reproducción, actividades que comportan la producción de nuevos tejidos y que son, por ello, bastante costosas, muy especialmente para las madres. Y tenemos, por último, las que implican una cierta acción sobre el entorno, como son el desplazamiento o el trabajo.
Nuestro mayor gasto de energía
Cuando se compara el gasto metabólico diario total de las diferentes especies de homínidos, se observa que la nuestra es la que, para un ejemplar de la misma masa (sustraída la grasa corporal), experimenta un mayor gasto de energía. Y ello se debe a que el metabolismo basal de órganos y tejidos es, en general, más elevado (encéfalo, sistema digestivo e hígado son órganos con un gasto comparativamente alto) que el de otros homínidos. Y también, aunque en una medida menor, a que somos más activos que los miembros de esas especies.
Los individuos de nuestra especie gastamos más energía que nuestros parientes evolutivos más próximos para mantenernos con vida, crecer y reproducirnos. También somos más activos, en parte para conseguir la energía que necesitamos para afrontar ese mayor gasto. Y esto explica un dato poco conocido: los seres humanos almacenan, especialmente las mujeres, mucha más grasa que los demás simios. Es lógico que así sea; al gastar tanto, conviene dotarse de reservas abundantes porque, antes o después, vendrán mal dadas y cuando eso ocurra serán necesarias para sobrevivir. Y esto explica en parte que, una vez almacenada esa grasa, sea tan difícil deshacerse de ella.
La versión original de este artículo fue publicada en el Cuaderno de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Juan Ignacio Pérez Iglesias, Presidente del Comité Asesor de The Conversation España. Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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